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EL SUEÑO DE UNO

 

              Hallábame sumido en un denso sueño, cuyo mundo interno estaba invadido de sólidas                              sombras.  A la distancia, y consumido por un sopor aletargante, escuchaba retumbar las                              campanas de una iglesia marcando la media noche.  No sé si esto sucedía en el sueño, o                            era en cambio un pedazo de la realidad que se colaba en él.

Recuerdo que iba por un sendero estrecho circundado por árboles e indicado por una luz leve que atravesaba los resquicios de las ramas, haciéndolas parecer junto a los árboles como a una conjugación de fantasmas espectrales, de gigantes burlones al paso del transeúnte.

Recuerdo también, que me era difícil caminar; el movimiento pesado me asfixiaba el pecho; el corazón palpitaba apretujado al borde del paroxismo. En todo caso, la impotencia hacíame presa suya y en la garganta se iba acumulando un grito apagado que no podía manifestarse.

A medida que avanzaba, el sendero se iba ensanchando y del mismo modo mi caminar se aligeraba; ni un soplo de viento hacía mover los rizados árboles añejos pletóricos de historia, cubiertos por el musgo y los líquenes testificadores de sus eras.

Lejanamente  alcancé a divisar una pequeña luz que se inclinaba en medio de las sombras sin movimiento alguno.  Sólo unos cuantos metros me separaban del aparente fenómeno que ante la pesadez de mis ojos se exhibía; al fin pude atravesar las penumbras dilatadas del sendero que seguía, y el campo abierto se extendió plenamente iluminado por profusos rayos de luz lunar.

Cegado por aquella magnificencia, por aquella inconcordancia de sombras y de ráfagas de luz, cerré los ojos para tratar de  adaptarme un poco a los cambios que experimentaba.  En tanto pude abrirlos, un indescriptible paisaje de ensueño mostraba  sus puertas para que yo entrara.

Jamás podría describir con exactitud lo que en frente mío se revelaba: un paraíso de bellos destellos azules, leves, incongruentes pero mágicos; la penumbra se deslizaba por debajo de cualquier forma de materia, y sólo era un poco más intensa que el azul original que estaba como vaciado en todo lo que los ojos alcanzaba a ver.

En el horizonte quedaban estelas de pájaros en vuelo que circuían las distantes montañas también reflejadas de un azul profundo pero igualmente impresionante.  Por fin, a unos cuantos pasos me hallé ante aquella luz que desde las lejanías atrajo mi atención; era nada más que una fogata que expandía sus llamas ahora sí, con intensidad de movimientos.  Refulgía danzante y audaz, insinuosa, morbosa y penetrante.

Ya más extasiado no podía estar y todo quedaba tan solo al juzgamiento de mis sentidos.  ¿Cómo explicar eso que se alzaba más allá de mi imaginación y que  un hombre de tan pocos vuelos como yo, fuera testigo presencial de tan hondos argumentos visuales?

Silenciosamente me acerqué al calor del fuego a pesar de que no sentía frío –creo que fue más por la curiosidad que en la mente de todo hombre existe y que de alguna manera se convierte en un instinto-. Aquel fuego fatuo y orgulloso, de todas formas, no colmó mis expectativas curiosas al ser tan simple y común a lo ya conocido de acuerdo a su referencia; por un instante, de soslayo creí ver una sombra en el lugar opuesto de donde yo estaba, es decir, detrás de la fogata.  Me moví un poco para tratar de alcanzar el ángulo visual que me diera un panorama del lugar en donde creí ver la sombra, pero nada.

Simplemente sonreí, y no quise darle más importancia a un asunto que tal vez no la requería y que además, podría ser simplemente mi reflejo, o el reflejo de las llamas.

Volví a dirigir mi mirada alrededor de los azules profusos de sombras y de luz pero esta vez una oscuridad insondable se apoderó de mis ojos; el viento empezó a agitar con fuerza las ramas de los árboles distantes que hacía un instante gozaban de un follaje espeso y que ahora, eran secas y vacías.

Lo poco que podía percibir a través de la mirada era yermo y desolado, espectral…  ¡Muerto!

De nuevo puse atención a la fogata y esta vez, pude ver a un hombre sentado sobre el tronco de un árbol viejo, mirando fijamente las llamas que refulgían con más fuerza y que daban un tono rojizo a lo que podía verse de su cuerpo.

En realidad, no podía distinguir su rostro, pues una especie de sombra le cubría los rasgos importantes y sólo se marcaba su silueta.

Un tanto asombrado, pero sin desencajarme y con voz nerviosa eso sí, le pregunté al hombre por el tiempo que llevaba allí pero no me contestó.

Pasaron algunos minutos y no hubo palabra entre los dos; ya me sentía incómodo ante aquella situación y otra vez intenté romper el hielo obteniendo el mismo resultado de antes.  Ya sabía que no iba lograr hacer hablar al individuo y quise irme, pero cuando di el primer paso, una voz suave y como triste se metió por mis oídos.

-Usted –dijo-, usted es curioso y esencialmente torpe.  Es insistente, pero también se cansa pronto.  ¿Cómo podría ir más allá de lo que quiere, si al segundo o tercer intento desiste?  La primera vez basta-prosiguió-, la segunda es insistencia, la tercera, contrariamente, es exigencia.  Con el primer intento se es sutil pero práctico; con el segundo se es terco pero tonto y si atrevemos al tercer intento, aquí ya es una cuestión de honor y de imposición.

Le pregunté el por qué de esas palabras pero nuevamente el silencio fue lo único entre los dos.  Esperé un momento y la misma dosis repetí sin lograr respuesta.

Ya cansado de la situación intenté caminar renegando de lo absurdo que me era, pero otra vez esa voz que se metía en mis oídos y que no sabía por qué razón me era familiar.

-¡Terco! –Dijo-.  ¡Terco y tonto!

Me detuve sin mirarlo esperando quizá que continuase con sus observaciones enigmáticas, pero al cabo de diez segundos comprendí que su boca no se abriría más por el momento y entonces decidí acercarme; resuelto a encontrar respuestas, él sentado y yo de pie a su costado izquierdo, le miré fijamente y traté de observarlo –tal vez quise intimidarlo- pero el hombre no se inmutaba y fuera de eso, aún no podía verle los rasgos concretos de su rostro.

-Ya me ha llamado dos veces tonto.  Disculpe –le dije con tono conciliador- pero creo no conocerle y si por su parte en cambio, usted sabe quién soy, en apariencia eso no le da razones para manifestar sus opiniones despectivas respecto a mí.  De cualquier modo señor, le insisto que se explique, desde luego, se lo digo con mucho respeto.

Mas el hombre no se dignó a decir palabra alguna; inquebrantable era su silencio así como inquebrantable era su quietud.

Decidí esforzarme nuevamente a obtener respuesta pero el lánguido silencio siguió siendo eterno.

-¡Soy un tonto!  ¡En verdad tiene razón, soy un tonto!

Al nuevo intento de irme sentí que su mano aprisionaba la mía.  Como una tenaza se aferraba a mi brazo resuelto a no soltarme; era extraño, sólo extendía su brazo pero seguía sentado con vista a la fogata y las espaldas rectilíneas sin movimiento alguno.

La situación empezaba a incomodarme y le dije que me soltara; con un poco de desesperación intenté tirar del brazo mío pero el esfuerzo fue inútil.  No había razones para seguir aguantándome semejante bochorno y ya con furia busqué un intento decidido que no alcanzó sus frutos; aquella fuerza me dejaba impotente, casi sentía que podía aplastarme en cuestión de un abrir y cerrar de ojos y que no se le haría difícil si ese hubiera sido su gusto.

Lo miré un poco quedo con las ilusiones de alejarme de allí pertrechas y resentidas; aquel escenario y aquella escena me hundían en un brusco cavileo de pretensiones criminales que nunca jamás creí tuviera en mí.  Y mientras toda una serie de imágenes apasionadas llenaban de febril furia mi cerebro, el hombre era todo lo contrario al entender de mi personalidad: era la némesis de mi locura engendrada desde él; era –por decirlo así-, una especie de demonio pasivo, cauteloso, que hace daño con la ironía, con la contrariedad de una esencialidad agitada.

Volteó la cabeza hacia mí lenta y maquinalmente y expresó sus palabras con sentencia:

-“Sé lo que siente en este momento y lo que piensa a cerca de mí”.  Extendió una pausa sin esperar a que yo le respondiera.  Luego me atrajo hacia él y continuó de una manera susurrante: -“Usted se olvidó de mirar hacia adentro y ahora sólo quiere ignorarme.  Yo le consigo años para que los acumule a su vida…  a su existencia que acaso es más significativa que la de un gusano y mire de qué manera le soy indiferente.  Yo, que he permanecido como una sombra a la saga suya; yo que he sido sirviente y esclavo de sus manías, de su estado gravoso y pusilánime, de su desquicio y su avaricia.  Yo tengo que soportarlo como una yaga y hacer caso omiso a sus tonterías.  Tengo, inclusive, que aguantar la inmundicia de sus pensamientos débiles.  Miserable alimaña que fuera engendrada doblemente por el vientre de una mujer pura, corrompiendo y dañando sus carnes vaginales con la ponzoña del dolor que había incubado desde el mismo momento de la gestación.  ¡Oh pútrido y corrupto, aléjese de mí!  Apóstata del amor, concubino de la desgracia.  Ahueque el ala y aléjese de mis fronteras siniestro fantasma que me acompaña en contra de todos mis deseos”.

Estas frases finales las dijo con fuerza y a la par, sentí que mi brazo estaba a punto de partirse.

En ese momento abrí los ojos, y las sombras sólidas de aquel sueño se fueron diluyendo poco a poco mientras mis ojos empezaban a captar la realidad y el sopor me hacía doler la cabeza.

Cuando estuve conciente de todo, pude darme cuenta de que estaba dentro de un ataúd y que alguien me aprisionaba fuertemente el brazo.  Era él, mi hermano gemelo.  Arrodillado junto al féretro sosteniéndome el brazo con una fuerza desmedida y mirándome con ojos de fuego.

A su lado, estaba su esposa mirándonos perplejamente y con una de sus manos sosteniendo un candelabro, mientras el reloj de la estancia marcaba tres campanadas.

 

FIN

MARZO 2 DE 2007

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