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RAZONES ITINERANTES

 

               Transcurría el mes de  julio, durante la sequía de19... y tanto.

                       Con sus labios secos y menguados por el intenso calor, Sofía trataba de silbar una                                canción mientras acicalaba sus cabellos ensortijados, descuidados y avarientos frente                     al espejo de cuerpo entero ubicado en una pared pintada de negro, y adornada con graciosos arabescos de un color verde fosforescente que le hacían un extravagante contraste.

Su vestido también negro y sin encajes, la hacía ver más envejecida de lo que realmente era; pues bien podría tener unos cuarenta años o quizá a veces, aparentar unos cincuenta y cinco.  Era flaca y desgarbada, de piernas largas y ligeras; caminaba tongonéandose de una manera tan graciosa, que se asemejaba a una garza de los pantanos. Solterona y algo santurrona, vivía en soledad en el segundo piso de una pensión pasada por más de cien años, que más bien era un antro de viciosos y de viejas chismosas.  Pero Sofía hacía excepción a la regla, y siendo más mesurada, casi ni se le sentía en su hospedaje de terciopelos añejos, de recuerdos de anécdotas que nunca vivió; de nostalgias de sueños que le hicieron triste el corazón.

 

Maximiliano, era en cambio un adulto joven de personalidad descomplicada y sin ningún recatamiento; a veces exageraba de inescrupuloso pero podía plantarse en cualquier lugar.

Su hogar era el mundo, las estrellas; cualquier sitio que albergara su cuerpo sin miramientos y sin exigencias.  De porte sencillo y desaliñado, acumulaba en su rostro la hierba hirsuta de vellosidad rojiza que le hacían parecer un filósofo griego de los siglos pasados.

Ese día caminaba tranquilamente por un sendero sinuoso y  empedrado; a unos diez kilómetros alcanzaba a divisar el pueblo que a la distancia se veía tras el serpentear cansino y adusto.  Era especial el sol que le pegaba en la cabeza con sus chispas doradas y recalcitrantes y a pesar de todo (aunque su cabellera polvorienta se incendiaba de fuego), Maximiliano se sentía tranquilo, regocijado en su mundo viandante, en sus sueños que siendo diferentes a los de Sofía, eran crepitaciones de una intensa alegría.  Maximiliano era escaso de carnes y tenía unos ojos profundamente negros; llamaba la atención su mirada de hielo paciente y rigurosa, no se calzaba los pies y jamás se bañaba, pero era honesto y noble cuando tenía que serlo a pesar de su apariencia descuidada.

 

Sofía, entretanto, salió cuando el sol canicular calentaba el asfalto a punto de hervidero humano.  Tarareaba una tonada triste con su lengua puntiaguda, traspasó los límites de  la fuente del parque y era extraño que así fuera.  Sin embargo, caminaba hermética sin un destino fijo y sin justificación de su andanza.  Todo lo contrario: con su mente dispuesta a cambiar la historia de sus días; a cambiar aquella vida silente, beata, sin luchas…

 

Maximiliano llegó por fin al pueblo coincidiendo casi con Sofía a pocos pasos del mismo sitio.  Se recostó en una de las sillas del parque y apuntó su mirada a lo lejos.

Y a lo lejos venía Sofía con su andar hermético; a lo lejos con su vestido de lino negro y sin encajes que absorbía todo el intenso calor, pero esta vez, ella era indiferente a todo lo que antes no era.

También a lo lejos, Sofía veía cómo desde una silla del parque un hombre extraño, un forastero, la veía con perplejidad; ese hombre atrajo su atención como ella a él y lentamente, se acercó mientras Maximiliano la vio aproximarse.

 

-Perdone usted señor–dijo Sofía con tranquilidad-, quizá sea mi parecer, mas si no lo es, le ruego me disculpe, pero quisiera saber ¿a qué se debe su mirada de tan incisivas intenciones?

Maximiliano con una sonrisa prudente le contestó:

-No quiero molestarle si acaso mi actitud la desconcierta.  Pero…  simplemente la vi en la lejanía y… es decir, discúlpeme si la molesto.

Con más ansia que curiosidad, Sofía cambió el tono  de su voz y se apresuró a manifestarle tranquilidad al pobre de Maximiliano que se sintió un poco azorado¸ luego, hablaron largamente.

Y así se fueron conociendo mientras el sol con sus chispas doradas fenecía lentamente en el occidente y a su vez, el susurro de la noche tranquila traía calma al último cielo del día.  Dos almas diferentes y que ahora compenetraban sus pensamientos como niños que están aprendiendo a vivir.  Bastaba mirar a los ojos de Sofía para comprender cómo en unas cuantas horas su imagen del mundo iba cambiando; bastaba mirar a Maximiliano para satisfacer un corazón puro.

 

El atardecer sucumbió al fin en crepitaciones de oro; la noche se iba haciendo grande y las estrellas parpadearon orgullosamente.

Sofía recostada sobre el regazo de Maximiliano jugaba al sueño ardiente de un deseo cumplido, y simplemente los dos, ensimismados, abismados en la lontananza del amor desierto se hundieron felices en un mismo desvelo.

Pasaron las horas y quizá algunos días.  Sofía dormitaba trémula sobre la silla del parque con una sonrisa leve que acusaba por las apariencias, una inmensa dicha de la que cualquier mortal sentiría envidia.  Empuñaba un papel arrugado que si pudiésemos leer, diría:

 

“Querida y ansiosa Sofía: los caminos que transcurro fueron hechos con la fuerza de mis sueños.  Un día, me acerqué por estos caminos que me trajeron hasta aquí, y por estos mismos caminos me tuve que ir.

Razones son mis itinerantes, que lejos de ti, me obligaron a tener que marcharme.

Adiós Sofía.  Yo soy del camino, así como tú eres del parque”. M

 

FIN

FEBRERO DE 2007

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