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EMILIA

            Ciertamente resulta deprimente estar solo en una noche de invierno, amparado                                  únicamente por la luz monótona de un candil y peor aun, si se tiene un ataúd al lado.

                   Eran los últimos días de abril y Emilia escribía en un pedazo de papel amarillento,                             apoyándose sobre una blanca mesita multifuncional que le servía de  comedor, planchadero, escritorio y mesa de noche, –al menos, esas eran las funciones que Emilia había destinado para dicha mesita-.

No podría saberse con certeza lo que sus manos ajadas escribían; en todo caso, por sus mejillas pálidas descendían algunas lágrimas indicando una tristeza que la acongojaba.

Emilia contaba apenas con casi veintitrés años y la vida ya le marcaba grandes sufrimientos.  Su padre inició el dolor en aquellos ojos que nunca volvieron a reír; a sus escasos seis años, el abuso carnal de éste, empezó a hacerle la vida muy difícil.  Luego, vio morir a sus dos hermanos Estanislao y “Toñito”, a causa de las balas de un sicario con el cual terminó conviviendo.

 

 A Emilia no le faltaba la mala vida, que había sido como un mal de ojo del que era incapaz de desprenderse, y sin remedio de cambio, todo pasaba en ella por costumbre, igual que por razón.

Era flaca y envejecida a pesar de su edad; sus manos huesudas caían a los lados del cuerpo alargadas y pesadas, los hombros caían hacia adelante y caminaba con lentitud cojeando del pie derecho  por un dislocamiento del tobillo, que su marido le ocasionó en uno de esos arranques de ira que influye el letargo de las drogas o quizá también, del alcohol.

Al vérsele de lejos, parecía pasmada, horriblemente perezosa y retraída como uno de esos enfermos mentales que caminan por la calle.

La pobre no era más que carne pegada al hueso; una máscara de dientes rotos y greñas color castaño que pendían del cuero cabelludo, en una suerte de enredo indescifrable que más fácil era asimilar con una peluca de clawn sobrepuesta en una cabecita.

Sin embargo, algo tenía ella que hacía suponer una belleza del pasado; tal vez, eran sus ojos grandes y oscuros o el entorno de sus labios; quizá las pequitas como puestas con diseño y simetría en el lugar donde alguna vez tuvo mejillas regordetas.

Algo en su interior, era diferente.  Le gustaba guardar silencio y responder en monosílabas, aunque a pesar de ello, leía ordinariamente y escribía cosas.  Hacía tiempo que sus ojos revelaban la necesidad de gafas: –sobretodo cuando leía-, la miopía ya le era dueña, aunque ella nunca se quejó.

 

Vivía en un cuchitril infestado de cucarachas y de ratas.  La estancia era pequeña: de unos tres por cuatro metros, con un baño en mal estado al que debía entrarse como cangrejo; la cocina quedaba en uno de los rincones ocupando un espacio bastante reducido.  Las paredes eran de esterilla recubiertas por periódicos y pedazos de cartón; el suelo de tierra y algunos adoquines que ya no estaban en la parte del andén y que a su vez, servían de base para colocar sus pocas pertenencias: una estera que le regaló don Genaro el vecino de más arriba, quien ya había muerto; una caja de cartón que le servía para guardar los pocos trapos que tenía; un fogón de petróleo que sacaba a la calle cuando lo apagaba para evitar el humo sofocante; dos platos desportillados, tres cucharas de metal, un pocillo tungo, un cuchillo de empuñadura negra y dos vasos de vidrio opaco, para hablar de la cocina.  Además, la mesita multifuncional; un espejito de bolsillo; un peine azul de dientes torcidos y algo sucio; algunos libros viejos y un álbum de historia natural; un cuaderno de hojas amarillentas garabateado, y varios lápices mordidos dentro de una porcelana del soldadito de plomo.  Esas eran todas sus pertenencias, ese era el inventario de su vida material.

 

El ataúd estaba ocupando el lugar de la estera, el espacio era insuficiente y la necesidad apremiaba en su miseria.

Ya eran tres noches de sacrificio con el sueño, no había lugar para acostarse por velar al muerto. Nadie acompañó su duelo, pues así son los hombres cuando se les obliga al dolor ajeno –un muerto más es un hoyo más y una boca menos-.  En fin, la desgracia sólo se siente cuando llama a cada puerta.

Emilia vivía con su madre desde hacía dos años, pues desde hacía tres, “El Tuerto” –su marido- fue condenado a una larga estancia en la cárcel por homicidio.

Para la pobre, era mucho descanso el que tenía desde entonces, porque a pesar de que vivía de la caridad de los demás, las tenazas opresivas de su marido ya no estaban.

 

Tenía tres meses de embarazo y un horrible miedo de que su marido, el famoso “tuerto,” se enterara; aun siendo sin embargo la criatura que llevaba en el vientre, el fruto de las visitas conyugales de los días domingos.

Anterior a este último embarazo, Emilia tuvo tres abortos; uno de ellos –el primero- fue obligado por su marido: una madrugada llegó el cínico jubiloso de juerga, hembra y  vicio, mientras la pobre Emilia en un sollozo silencioso, expresaba lo inconforme de su triste vida perruna. 

Al embrutecido hombre no le gustaron los lamentos de la quejambrosa mujer y lanzó su ataque, propinándole golpes como una bestia encarnizada con su presa.  De este modo, el embarazo de dos meses y medio llegó a su fin.

La conciencia de Emilia, la condujo a los otros dos abortos, que siendo clandestinos éstos,  casi la llevan a la tumba.  Emilia tal vez, quiso evitar que vinieran más niños a sufrir, que pudiesen comer más mierda de la que había y no alcanzara para todos.

El caso, es que la última preñez le había robado el sueño; el desvelo le regaló dos ojeras colgadas en el rostro y un poco más de delgadez en su ya desnutrido cuerpo.

Se le veía con más atontamiento del que ya era costumbre en ella.  Ensimismada, pensando en quién sabe qué cosas, se sentaba en la estera recostada en la pared mientras un hilillo de saliva salía de su boca abierta.  Quizás su madre podía comprender las penas que le hacían agobio, pero jamás le decía algo; ambas configuraban un mundo diferente, aunque estuvieran en el mismo, en el rincón miserable que testificaba sus penas.

Para Emilia todos los días eran iguales, la rutina se cuajó en sus ojos sin darle oportunidad… sin avisarle.  Con sus manos blanquitas y huesudas no podía hacer más que cuatro o cinco actividades; había adquirido la costumbre mecánica de toser en las noches con un desespero que le ahogaba los pulmones.

A mediados de marzo las lluvias se iniciaron.  En el cielo, las nubes oscuras  anunciaron el preludio de un invierno intenso.

Un día Emilia se sintió indispuesta, una fiebre alta la reprimió hasta el delirio, mientras su madre lo único que hacía era colocarle un pañuelo húmedo en la frente.  Sin embargo, pudo recuperarse en pocos días, aunque extrañamente, la madre iba adquiriendo lividez en el rostro y las fuerzas le fueron abandonando el cuerpo, hasta postrarla con gravedad.

El invierno se hizo crudo al pasar los días, mientras  que Emilia y su madre soportaban agazapatadas en su cuchitril de esterillas y cartón.

Sumida en el recuerdo y en el silencio absorta, Emilia hacía nudos de impaciencia con sus dedos, algo triste pasaba en esa cabecita mal cuidada, algo diferente que le hizo sudar las manos y las sienes.  La mirada, estaba como perdida y lejana, añadiendo a lo cotidiano una “voz de odio” –de esas voces que los ojos tienen para cada circunstancia-.

El viento fuerte ululaba en el tejado de zinc, estrepitando las maderas del rancho, del cuchitril infestado de miseria.  La leña seca de la improvisada construcción se escuchaba crujir y un aire mal sano se iba colando por entre las hendiduras.

La enfermedad de la madre era cada vez más incisiva: la muerte trataba de aferrarse al desvanecido cuerpo, lo usurpaba, lo poseía con esmero.

Lenguas invisibles de fuego le quemaban la piel con inclemencia, y tal era el delirio, que parecía poseída por un demonio.  Parecía que las larvas de las moscas se harían huéspedes en su cuerpo y así mismo, seguramente ella se haría huésped de la tierra.

Había pasado marzo y las lluvias de abril se hicieron vastas.  Los labios pálidos de Emilia se movían poco, mientras sus ojos fermentaban lágrimas: licor que acumulaba entre sus cuencas para beberlo nadie; a veces, parecía sumirse en sueños inacabables y con una sonrisa tonta que tal vez se le escapaba, rompía con aquella rutina durante un corto tiempo.

A veces la madre desgarraba un gemido leve, Emilia levantaba la cabeza y miraba, luego volvía a clavar sus ojos en un infinito perdido… volvía como a soñar.

Quién sabe en qué espectrales mundos se sumía Emilia aquellas horas enteras de inmutación profusa; quién sabe dónde dormitaban sus anhelos y entre qué regazos quería despertar.

Quizá aquel tiempo cruel del invierno crudo, pesaba en el interior desmoralizado de Emilia.  Transcurrían los días azotados por el temporal y retoñaban las malas hierbas en todos los lugares olvidados por el hombre.

Se empezaron a podrir las esterillas del destartalado rancho por aquella humedad olorosa de pobreza y descuido; lo que hacía empeorar la salud de la madre.

Los tugurios amontonados de la ciudad habían de mantenerse firmes, a fuerza de aguantar la infamia que los obligaba a estar allí.  Emilia era una de tantos que ya soportaba sus propias penurias, al cobijo de la intemperie sórdida de abril que empezara en marzo.

 

Era una noche de los últimos días de abril; la llovizna  amortiguaba lentamente sobre la solidez de los tejados. Ya cansada, tímida y escasa, ya sin fuerza, perezosa y avarienta.  El día había columbrado con fuegos vivaces del poniente sol, a hurtadillas, dejándose ver de tanto en tanto por entre algún agujero improvisado de las nubes.  Eran pues anuncios de cambio al anochecer postrero coagulado del crónico invierno.

 Esa misma noche, la madre de Emilia dejó de postergar su último aliento,  y cobró fuerzas para poder morir.

Su cuerpo inerte quedó sobre la estera, tieso de frío y abatido.  Emilia acomodó el cuerpo sin vida corriéndolo hacia el rincón, de modo que hubiera espacio para ella recostarse.  Cerró los ojos y durmió agotada, junto al cadáver.

Dieron las seis y treinta de la mañana siguiente, el día era lumínico un poco más que opaco.  Emilia se levantó, acomodó sus greñas de color castaño como pudo y se dirigió a la casa cural que quedaba cerca.  Como pudo, entre monosílabas y gárgaras comentó los sucesos al cura de la parroquia, quien la mandó con una carta de rúbrica famosa al agente funerario.

Fue enviada a su casa en una carroza fúnebre con un ataúd ocre de madera ordinaria.

Los vecinos se asomaban al ver a la carroza, curiosos y expectantes se aglutinaban en la entrada del rancho como suele suceder en los lugares curtidos por la pobreza.

Los funcionarios de la funeraria acomodaron como pudieron el cuerpo inerte dentro del ataúd y luego se fueron sin indicaciones, sin preguntas y sin pésames… sólo con el falso orgullo del deber cumplido.  Emilia cerró la puerta, suspiró largamente y se quedó de pie frente al cajón mortuorio mirando con unos ojos cargados de historia.

Pasaron tres días sin que las cosas cambiaran; el invierno se había llevado a la madre de Emilia mientras afuera los días trataban de cobrar fuerza de verano: traqueaban las maderas humedecidas de los ranchos como desperezándose, las noches consteladas solo eran opacadas por el humo contaminante de las hogueras, y así hubo una seguidilla de tres días y tres noches perfectas en medio de tanta miseria.

 

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Noche.

Abril 28: Las lluvias volvieron.  Se precipitan sobre las casas herrumbrosas infinidad de goteras que golpean como rocas.  En la última casita que hace parte de lo tugurios, cuya nomenclatura es borrosa, sin ventanas y sin adoquines en el andén; allí adentro en el tres por cuatro de su dimensión, una mujer inclinada sobre una mesita multifuncional de color blanco, escribe en un papel amarillento al amparo de un candil cuyo aceite se ha consumido a la mitad.  En un costado, sobre el suelo de tierra y adoquín, yace un ataúd ordinario de color ocre.  La llama del candil es inconstante por el viento que se cuela por las hendiduras de las paredes esterilladas… los ojos de aquella mujer dan origen a dos hilillos de lágrimas que descienden por sus mejillas pálidas…

 

30 de abril. –Noche-.  Las lluvias continúan.  Golpean a la puerta de la última casita de los tugurios.  No responden.  Intentan de nuevo (esta vez con más fuerza); llaman:

-Emilia abra la puerta…Emilia abra la puerta… -vuelven a tocar.  Insisten:

-Emilia abra la puerta ya. La mortecina nos está matando.

…Hay un largo silencio.

-¡Abra la puerta o la vamos a derribar!... abra que ya el olor es insoportable.

Una voz masculina grita:

-Traigan la patecabra, un martillo  o lo que sea.

Se escuchan unos pasos precipitados. 

Nuevamente hay silencio.  La lluvia es impetuosa.  Alguien se acerca corriendo y jadeante… -¡Tome!

-¡Emilia! Le advertimos que vamos a derribar la puerta…por favor abra.

…Silencio…

-¡Abra carajo!...Silencio.

Hay golpes estrepitosos.  La puerta cae.

-¡Una linterna, una linterna, pronto!

-Listo…

-¡Mierda!

-¡Oh por Dios!...

 

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Un ataúd ordinario de color ocre que aun se encuentra abierto.  Dentro, un cadáver de seis días sin ser sepultado.  Sobre una mesita multifuncional hay un pedazo de papel escrito a mano, arrugado y amarillento que dice:

 

“Sólo de cuando era pequeña tengo recuerdos felices… lo demás, es haber vivido muerta en los brazos de la infamia.  ¿Para qué darle más vida a esos brazos?”

 

En la humedad fría del suelo, un cuerpo con cuatro meses de embarazo, postrado boca arriba, cuyo rostro es tapado por los cabellos desgreñados como peluquita de clown; tiene clavado en el vientre un puñal y una tristeza inmensa que hace un charco rojo esparciéndose por entre algunos adoquines.

 

FIN

25 DE MAYO DE 2006

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