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LA LADERA

 

En las afueras de una ciudad lejana, de un país lejano, se erguía sin ostento y sin opulencia –más bien como accidente natural-, una ladera, obligada por el hombre a sostener sus casas. El promontorio se erigía hacia el noroccidente de la ciudad, más hacia el norte que al occidente quizá. 

Por aquellos días, el invierno no daba indicio alguno de tregua; a veces, algún pedazo de azul se escapaba entre las nubes por un minuto, casi una migaja de tiempo para el que necesariamente se hacían ruegos.  Los tejados de las casuchas pobres, parecía que se iban a desplomar con tanta acumulación de lluvia, y ni qué decir de las paredes estrerilladas: único lindero entre la naturaleza y el hombre que las habitaba.

El cielo plomizo, profundamente denso y cargado de malos presagios, se asemejaba a la impotencia. Algo más para añadir a la desgracia de los miserables.

Con una furia intensa, la lluvia azotaba la superficie de la tierra, carcomiendo, horadando la ladera.  Como un hambriento ávido de alimento, el agua se esparcía por la montaña;  socavaba la corteza suponiendo augurios  de desastre.

 

Ya no soportaban más, ni los miserables, ni la tierra.  “El cielo se nos ha venido encima”.   Se escuchaba decir con un temor tangible.  Sobretodo por las noches, cuando la tempestad arreciaba, el pánico hacía alarde de su fantasmal presencia estremeciendo el corazón de aquella gente obligada a vivir, donde no quería el alma; la garganta era amordazada por nudos de silencio, sin protestas, el grito se ahogaba con el rayo.  Y no era para menos.  ¿A dónde podrían ir, si la propiedad privada reclamó derechos de frontera?  Para los ricos la ciudad, para los desposeídos, la frontera del extramuro y la ladera, del suburbio y la loma, de la guadua y el bahareque.  Que por suerte o por designio, por herencia o conformismo, obligado o resignado, era lo que le correspondía al oprimido… ¿Nada, acaso, podría hacerse?

 

El contraste entre el abrigo y la desnudez, ya no era una estadística, sino un problema.  ¡Graves circunstancias las de aquellos tiempos, que haciendo hueco en la mente indiferente, a su vez lo hacía en los pulmones de la tierra!  Se esperaba la omnipotente presencia del milagro, pero éste, no asomaba las narices por ningún lado.  Y si menester es del milagro salvar mil vidas, lo es del infortunio arrebatar otras tantas.  A las gentes miserables, desde luego, les correspondía el menester del  infortunio.

A lo lejos, podía divisarse la gravedad mustia del horizonte opaco como un requiebre del cielo y la montaña; la niebla espesa penetraba en el verde escarpado de la cordillera con la lentitud de un tigre asechando a su presa.  Poco tiempo bastaba para transformar las formas líricas de aquel paisaje inicial, trasgrediendo las esperanzas de quienes observaban cautos, impotentes y silentes.  La niebla densa, impertinente y audaz, cobraba lugar en la montaña sin dejar rastro de la misma y augurando nuevas tempestades; todo en derredor era bruma y viento, un viento que aullaba con alientos estentóreos y penetrantes haciendo mella, en la ya de por sí deteriorada conciencia de los habitantes de la ladera.  La tempestad llegaba sin premura con la tención de un golpe seco; abierta y decidida habitaba el techo por horas y por horas ciertamente, como si el cielo se hubiese desprendido.  Los diluvios eran inmortales: semejaban a un cuento de quimera… un  dolor que nunca cesa; los truenos impasibles eran una sinfonía de acordes y notas desgarradas, y el relámpago parpadeaba siniestro por una milésima de segundo, para encender el miedo.

 

Todo parecía desolación a pesar de estar habitado por el hombre pobre que fundó su casa sobre el barro, único lugar por derecho impuesto, donde le fue permitido plantar el cimiento de su morada enclenque.  Sólo en aquel lugar podían alimentar sus sueños, o esperar a que se murieran éstos sin abandonar la tierra mala en que vivían.   Sueños que se fueron forjando desde el hombre más viejo, hasta el más pequeño.  “Todo, –decían-, cambiará en algún momento. Recibiremos la recompensa del cielo y ya no estaremos más mendigando techo en la ladera; habrá tiempos mejores que llegarán como lo hará el sol en el oriente”.

Era como si la naturaleza se estuviera vengando de las heridas, y gemía con un lamento austero.

Parecía que el cielo lloraba incansablemente sin que nada detuviera el llanto.  Allende de la ladera, donde colgaban las casuchas tristes, sucumbía el día bajo la misma niebla espesa con la que despertaba.  Un horrendo paisaje se atisbaba con la primera y escasa luz que despuntara; sólo podía verse a unos trescientos metros de distancia, un conjunto deforme de esterillas, tejas y cartón apiñados como flotando, como una caravana fúnebre de almas purgando penas.

El paisaje desgarrado e imposible, ya era posible por la piel del hombre: los fantasmas solo quieren habitar en las alturas, y los hombres pobres, ya eran fantasmas que anticipaban su altura en la desgracia.

La noche llevaba consigo el inquebrantable temor de la incertidumbre; en ascuas, y con el temor a cuestas, los habitantes de las obligadas casas ya no sabían qué era mejor: si estar adentro o afuera de ellas.  Para el caso, es igual cuando los tejados están rotos, y las paredes son de mierda.

¿Quién pensaba en dormir ya, cuando el sosiego hubo abandonado el cuerpo?  Huérfanos de tranquilidad, no quedaba más remedio que encomendarse al ruego por el milagro que ya había consumido mil inciensos, y gastado más palabras todavía.

 

 

¡Pobres gentes!  Obligadas al destierro; obligadas a incubar en el precipicio de raíces infértiles, de deshechos de industria y desperdicios de naturaleza muerta.  Casuchas de dolor y de lamento, amarradas entre sí por trozos de esterilla o por destartaladas guaduas; haciendo de la miseria alarde y abnegándose al presente infame.

Las horas pasaban como si se contaran los segundos uno a uno, lo cual era más desesperante y peor si la tempestad amenazaba.  Sólo en vilo, se usurpaba un poco de conciencia al tiempo, pues de otro modo, no había alternativa de reflejos.

Las luces lejanas de la ciudad no eran visibles.  La ladera semejaba un barco a la deriva a punto de zozobrar, pero allí estaba: enclavada con casas en su vientre, raigambre de sirvientes y ladrones; de campesinos desplazados y obreros, que aguantaban con la misma fuerza del temporal.

 

Cuando el día (que más bien parecía una continuación de la noche), se insinuaba un poco con la mortecina claridad propia del invierno, los habitantes de la ladera respiraban más tranquilos, a pesar de que el torrencial aguacero no paraba ni un minuto.

Entonces, lo más abrigadamente posible, empezaban a descender entre el lodazal y el remedo de camino, los hombres que hacían funcionar las fábricas, los verdaderos arquitectos del progreso en la ciudad, los sirvientes del amo indiferente; es decir, los verdaderos héroes. No importaba cómo, pero tenían que llegar a su destino; no había disculpas que fueran suficientes al patrono.

 

La ladera aguantaba y las casuchas también se aferraban caprichosamente al barro, y parecían poseídas por un espíritu indomable de franca rebeldía. Aunque fuesen viejas y averiadas, las casas se erguían prepotentes desafiando la hostilidad del tiempo.  El habitante tomaba ejemplo de aquella austeridad, de aquel extraño orgullo que le permitía aguantar con  firmeza las calamidades que traía el endemoniado clima. Las horas eran eternas, inacabables. Insufribles.

 

Se había sumido la incapacidad del hombre ante la rudeza de la naturaleza: los dominios de la ambición cruzaron las fronteras prohibidas, para cobrarse luego la recompensa merecida.

El ostentoso, “el poderoso,” poseyó en sus arcas la gran riqueza del níquel y el papel grabado, a cambio de los campos yermos y el adusto erial.

Del cielo tenebroso, la impiedad dejó caer su fuerza, ahogando el golpe en el rostro casi infantil, casi olvidado, de aquellos niños sin niñez y también, del lastimero anciano, inquilinos de la cansada ladera.

¡Ah pues la herencia que dejó la ambición del amo!: futuro de cruces clavadas en el barro, y una tierra infértil propensa al desengaño.

 

Transcurrieron unos diez meses y medio desde las primeras lluvias, y después de ese invierno del que nadie creía tanta prolongación, empezaba a morirse la esperanza abrazada en el milagro; en la ladera se perdió la costumbre de soñar y la resignación se plantó en el umbral de las desvencijadas puertas.  Por las ventanas -si las había-, se asomaba el infortunio en forma de granizo, de fango y de aguacero; de casucha vieja y destartalada, de hombre cansado y mujer huraña.

Todo cambia ante la adversidad y se vuelve en un mohíno despertar. Así es como empieza lo inaguantable del dolor a manifestar su sufrimiento, o quizá así es como termina; la angustia hace estragos en el impotente, así como la fiebre aniquila o impacienta: bajo un yelmo sólido de pavura, el desposeído aguanta hasta que ni el mismo acero puede detener las lágrimas.

 

Agotados todos los recursos, allá arriba, en la ladera, la esperanza murió en los ojos, en el “despertar” y en la palabra de los humildes habitantes. Y no era para menos.

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Un amanecer, cuando ya por el cansancio de los meses el sueño les había dominado la conciencia, al despertarse los habitantes de la ladera, no escucharon llorar al cielo; salieron todos. Las ventanas y las puertas se abrieron de par en par, e iban fluyendo de los armatostes uno por uno ensimismados.  Estupefactos, algunos no  creyeron lo que sus ojos vieron y los frotaban insistentemente, mientras otros, sin asombro, esbozaban una sonrisa larga.

Al fin el cielo, casi límpido, casi azul, permitió divisar el horizonte; y la ciudad resplandeció ante todas las miradas como un monstruo de metal incandescente.

Las escasas nubes cruzaban blanquesinas y muy altas, formaban un sendero rectilíneo hacia el sol que desplegaba sus rayos luminosos; las golondrinas volaban raudas y el gallinazo sin abanicar las alas, circundaba el aire perezosamente; ni un solo soplo de viento armonizaba para empujar las hojas de los árboles, mientras las garzas más flacas que de costumbre, iban aleteando, prestas a saciar el hambre.

El hastío del invierno, pareció desaparecer definitivamente.  El opaco cargado de las nubes de plomo trascendió a un amanecer bruñido, semejándose a un día perfecto: verde y azul tornando diferencia entre la tierra y el cielo, delimitaron lindes para reconocer el horizonte.  Todo cristalino y limpio, argentado y veraniego, dando un  matiz a la faz que exhalaba oxígeno.

Los habitantes de la ladera, de aquella ciudad lejana, levantaban las manos; felices, extasiados, sorprendidos, daban fe a la presencia del verano.

¡Al fin ocurrió el milagro!

La inmensidad del cielo se tragó las nubes y ya no era un resquicio, sino, la puerta que se abría entera en las alturas.

Transcurrió media hora, o tal vez una, a lo sumo.  Y de repente un sonido agudo, algo estrepitoso y fuerte… ronco, dio al traste con aquel momento.

Desde arriba, desde la parte más alta de la ladera, bajaba arrasando con todo, una avalancha, un derrumbe… un monstruo devorador de casas y de seres humanos.

Cimbró la tierra con toda la fuerza que pudo hacerlo, sin dar tiempo de reacción, con el ímpetu de mil caballos desbocados e imponente, reclamó las vidas que postergara antes.

La ladera se desplomó para convertirse en tumba.  Y es que  se tragó toda la lluvia del cielo.  Se ahogó en su propio lecho.

Al fin se pudo decir la última frase que no pudieron decir los habitantes de la desdichada ladera: ¡todo terminó!

El invierno cesó, y luego llegó un verano que duró tres años.

 

FIN

(MAYO  5/8 DE 2006)

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