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La Vieja Lavandera

Por: L. F.  Nikho

 

A lomo de mula y caballo, con los pies descalzos y algunos harapos para cubrirse del frío, a través del camino agreste  circundado por el barro y la maleza, la progenie de la protagonista de esta historia se abrió brecha desde su pueblo natal: Salamina.  A mediados de la década del treinta del siglo pasado, y  con el fin de sembrar sus sueños en esta ciudad, dejaron el campo, el arreo y la cosecha, los cocuyos, las vacas y el estiércol.  En ese entonces, no se hablaba de la guerrilla, ni de los paramilitares y mucho menos del narcotráfico; aun así las desigualdades sociales seguían existiendo y por eso la gente del campo, emigraba a las ciudades capitales, tratando de hallar una forma de sobrevivir que ellos consideraban como un poco más digna para sus familias.

 

Así pues que la señora Inés Blandón, llegó a esta ciudad con cinco hermanos y sus padres a la edad de ocho años, cuando apenas en su boca fresca los dientes de leche empezaban a olvidarla.  Ella cuenta que nunca tuvo niñez, pues desde que se acuerda, siempre le tocó trabajar de sol a sol y con horas extras para extender la jornada.  Desde los doce años descendía a la quebrada del Olivares -cuando todavía sus aguas eran diáfanas-, con su madre y algunos de sus hermanos para lavar la ropa de la gente rica, a las dos de la madrugada “cogían camino” (como ella dice), con los bultos de ropa y subían después de las seis de la tarde con el cansancio a cuestas pero con el hondo orgullo del deber cumplido.

 

Ellos fueron unos de los primeros habitantes del barrio Galán, pues entonces sólo existía un camino empedrado limitado por potreros y pastizales, cuatro casas y una ramada donde guardaban cueros de vaca y que llamaban la Tenería, allí fue donde vivieron por primera vez la señora Inés y su familia.  Tal vez nadie lo recuerde y a lo mejor no esté escrito en los libros de historia, pero ellos, junto con otras tres familias, fueron los fundadores del barrio y es claro que no se recuerda, porque nunca se colocó una primera piedra con la lisonja, la algarabía y la festividad que se hace cuando los politiqueros quieren mostrase.

 

El caso es que la abuela (como la conocen todos), hoy de noventa y dos años, vieja desdentada, pequeñita y narigona, morena y  con su espalda rectilínea y mirada vidriosa, es el ejemplo viviente y la representación orgullosa de los hombres pasados.

Qué importa si su nombre es Inés, Hermenegilda, Francisca o Raquel, si al fin y al cabo sus hechos son los que cuentan y su piel añejada por el tiempo y los recuerdos perdidos, son testimonio de su voluntad y sacrifico.

 

La abuela, madre de seis hijos, nueve nietos y quince bisnietos, todavía es una profesional del lavado de ropa a mano.  Y no es que tenga necesidad de hacerlo, pero ella dice que no quiere sentirse inútil a pesar de que por su trabajo es dueña de cuatro casas y un amplio solar que parece una finquita.  Su temperamento es fuerte y adusto, regañona y malhumorada pero con un corazón tan grande que le sirvió para sacar a su extensa familia adelante.  Uno la ve fumando tabaco con la parte encendida dentro de la boca, es algo que causa risa pero a ella no le importa, sus manos son grandes y sus dedos medio torcidos por la artritis, y, aunque sufre calambres, siempre se le ve imponente como un frondoso roble milenario.

 

Hasta hace unos diez o quince años, se le veía subir con los atados de ropa como ella les llama, sobre la cabeza, empacados en un bulto de tela y sin sostenerlo con las manos, equilibrio más perfecto y empirismo desafiante de las leyes de la física, desde luego que no puede haber mejor.

En ocasiones se le ve leyendo pausadamente, sin necesidad de anteojos y con un curioso silencio impenetrable como hoja sólida de acero.  Ha visto morir a sus padres, a sus cinco hermanos y a tres hijos, a otros familiares, a sus vecinos y a sus amigos, a cientos de desconocidos, a presidentes y a papas, a curas, monaguillos y asesinos; a tanta y tanta gente que ni siquiera en el recuerdo caben.

 

Sabrá la vida si es que nosotros tendremos el mismo destino y generación tras generación, vayamos emigrando al último y requerido abrigo del suelo.

 

En fin, la vieja abuela de perfil bajo e incólume como fruta fresca, se yergue paciente, rigurosa y altanera, como haciéndole estocadas a la vida, y como matrona infinita de las estrellas.

 

NOV 9 / 2012

 

*Publicado en la separata del periódico "La Patria" de la ciudad Manizales-Caldas.  Página 4  Abril de 2013.  Emitido a través de la Red de los Andes, emisora radial de Manizales.

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L. F.  Nikho

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