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MEMORIAS PARA UN TIEMPO SIN EDAD

 

                       “Es increíble cómo alguien puede romper tu corazón, y sin embargo, sigues amándole con cada uno de los pedacitos.”

Anónimo

 

Había leído muchas historias sobre crónica roja,  y cada vez que un nuevo muerto era noticia en el barrio,  no se impresionaba. En ocasiones, las balas zumbaban por el techo de su casa o bien podía escucharse el grito desesperado de alguien que caía en el zaguán, cuando un puñal le atravesaba el corazón; pero ella, en todo caso, no se conmovía. Por esas calles tristes, solamente caminaba la tristeza cuando era de noche.

 

En cada esquina se apostaban con los ojos idos, los llamados “parceros” en tumultos de diez o de quince, marcando territorio y cobrando los afamados “impuestos” como cualquier negociante.  La indiferencia era tan común, que el no ser indiferente era un yerro que se pagaba con la muerte y en el mejor de los casos, tenía que asumirse el destierro voluntario; abrirse brecha en las lontananzas de la tierra incierta.

 

Puede decirse que la protagonista de esta historia no tenía edad, sino tiempo.  Su tiempo era el de una mariposa con las alas mojadas.  Pero también un tiempo de siglos cansados,  un tiempo que le hizo madurar los senos y la boca prematuramente; una mente que se fue forjando con pensamientos de mujer adulta y que se echó a los hombros la responsabilidad que no le correspondía.  Por eso, tal vez ya era tan indiferente, tan inconmovible. 

Una especie de dolor profundo la atenazó en sus adentros y en sus afueras; era, el resultado de un círculo vicioso que termina siendo la herencia de lo que nos dejan, y de lo que dejaremos.

 

Todos los días, durante muchos años, se levantaba sagradamente a las cuatro de la mañana para iniciar la labor cotidiana sin descanso.  Molía el maíz como cualquier hombre y sin quejarse; levantaba bultos pesados, se aguantaba el calor de los carbones encendidos que le enrojecían la cara, y aunque sus ganancias netas no eran sino como para echarle un pedazo de pezuña y tal vez unas cuantas papas a la sopa, se reía con una sonrisa fresca que llamaba la atención.

A veces susurraba alguna canción mientras ventilaba el fogón para asar  las arepas, y quizá ningún desprevenido podría darse cuenta de las congojas que llevaba encima.  A decir verdad, era una niña dulce, dulce e indiferente que utilizaba la táctica del silencio para no ganarse malas compañías; o dicho de otro modo, para no caer en la misma situación de aquellos niños de ayer, que en el hoy de esta historia, ya deberían ser hombres pero tal vez están muertos, y en ese entonces eran machos pa' sus padres capaces de apretar el gatillo, y delincuentes para la sociedad que les tocó vivir y que los consideraba como imberbes alimañas paridas en los barrios pobres.

Algunos echaron pa’l monte y nunca más se volvió a saber de ellos; otros, prefirieron azotar en la ciudad clandestinamente bajo una capucha de lana oscura y con una pistola niquelada que obtuvieron en el mercado negro.  Los demás, calentaban los muros de las esquinas hablando mierda sin faltar al ritual diario del “incienso” del que alguna vez declararon con orgullo, como la insigne planta nacional.

¡Ah!, era todo un dilema pasar por aquella exagerada cantidad de humo que recordaba los días pasados por la neblina densa del invierno.  Ni qué decir de los zapateros del sector, que con en el nuevo marketing, empezaron a obtener ganancia con las bolsas de pegamento. Todos eran amigos y enemigos; cofradía de la “vareta”, científicos dedicados a demostrar (con práctica incluida), los cuarenta y tanto mil movimientos de la patecabra y expertos lingüistas, que por temporadas regulares, inventaban una nueva palabra para el diccionario de la Real Academia de la Lengua… “criolla”.

 

Todos estos acontecimientos, eran el diario vivir del barrio, la razón justificada de las crónicas rojas y la razón de ser del amarillismo infatigable de las páginas de la prensa escrita, de la cual se alimentaba el dueño, aunque no alimentara a los protagonistas.

 

Ella se esmeraba por ser mejor aún teniendo en cuenta las mil dificultades de la sombra que se levantaba al lado suyo; desde muy pequeña, tal vez desde los ocho años, había llegado a la ciudad proveniente de un pueblo lejano, que por lejano, estaba en el olvido.  Un día común y corriente –como son los días de los pobres-, se largó pa’ la ciudad con lo que quedaba de su familia.  Ellos dicen que fue por la guerrilla. Pero quizá, fue por la guerrilla, por los “paracos”, por el ejército y por el gobierno; por los problemas, por los vecinos, por la falta de acueducto, de luz y de comida; por la indiferencia, por la conciencia o la inconsciencia, por ambas y por todo.

Y la ciudad se abrió ante sus ojos perplejos con los camiones de dieciocho ruedas, con los rascacielos de veinticuatro pisos, con las luces multicolores y las multiformas de los ranchos viejos; ¡abrióse el milagro del mundo jamás vivido! Abríose ante sus pasos el progreso infinito… las luchas, el sueño americano en versión del castellano. Y aunque ella se esmeraba, aun era un imposible tener una vida mejor, la que requería con justeza después de tanto y tanto que llevaba encima con el mismo sufrimiento; con el cansancio agreste que se va acumulando con los días, con la breve paradoja incierta en que el tiempo le marchitaba la sonrisa dulce o quizá, con la última frontera de la herida rutinaria que era la sal del sudor que brotaba de su frente.

Casi siempre pensaba pensamientos tristes, y aunque es verdad que sonreía, también es cierto que aprendió a fingir con gracia, como para hacerle una estocada a la realidad que fuera necesaria con el fin de que nadie se atreviera a preguntarle.  No suponía –de antemano y desde muy pequeña- una vida larga, pues, según ella, llegar a los cincuenta ya era demasiado; y sonreía cada vez que decía esto y no podía ocultar a pesar de la sonrisa, un pensamiento que le extraviaba la mirada y del cual uno se prendía para hilar historias de fantasmas fúnebres premonitorios  de unos ojos a punto de llorar.

 

Era una mujer pero era una niña, una niña con tiempo y sin edad.  Casi fresca si no fuese por el hollín polvoriento que se depositaba en su rostro para quemarle la piel como envidiando su belleza; era una mujer de ideas inteligentes y curiosamente empírica de una moda que le hacía resaltar los atributos y parecer ajena al entorno maquiavélico del que subsistía con resignación.  Unos días se vestía con vestidos que ella misma cocía; combinaba los colores de sus prendas con los zapatos y se esmeraba como nadie, por verse bien, por asesarse debidamente y por dejar en  su carita blanca el rastro imprescindible del labial rosa y el lápiz delineador con el que enmarcaba la belleza de sus ojos.  Y a pesar de todo era una niña que soñaba con las muñecas de trapo que nunca pudo tener como cualquier otra niña; y a pesar de todo sonreía, y a pesar de todo soñaba.

Se le veía soñar a hurtadillas de vez en vez como robándole al aire los suspiros; tal vez fuera porque no quería causar preocupaciones, o tal vez porque para ella, soñar, era algo así como un engaño del que la gente pobre se embriagaba para olvidar las penas, y del que volvía a la razón con una sensación más grave de dolor.

Pero era firme, y estremecíase uno al verla quebrantada.  Era una roca, un fortín inacabado, era hierro.  Era lo que el tiempo hace con sus manos invisibles cuando construye la paciencia.  Sus lágrimas me causaban más dolor del que fuera la razón por lo que ella sufría, sus ojos eran constelaciones humedecidas que intentaban ocultar el opaco de lo que en sus adentros callaba y atenazaba en su garganta para verse fuerte.

 

En el inventario de su corta vida había lugar para recuerdos y unas cuantas alegrías que de algún modo, hacían parte del itinerario de su pena diaria, eso si se tiene en cuenta que el infortunio le era una calamidad común que le hacía escamas, hondas heridas que le causaban grietas en el pensamiento.

Pero casi nunca la oí quejarse.  Cuando lo hacía, sólo agachaba la cabeza y buscaba el refugio de mi pecho para ocultar sus lágrimas, y yo entonces, sentía la impotencia de un titán que sin perder batallas, no tenía con quien luchar.  Me era dispendioso hacer algo pero no encontraba qué; ella se conformaba con mis brazos rodeándola y con la única condición de que no le hiciera preguntas, me pedía que le diera un beso en la frente y nos quedábamos en silencio, llenándonos de vacío hasta quedar saciados de tristeza.

Luego fingíamos una leve sonrisa incapaz de ser cierta por más que hubiera esmero, y andábamos tomados de las manos como alejándonos del dolor que llevábamos adentro.

Yo me despedía –y nunca quise hacerlo-, viendo cómo ella se quedaba plantada al pie de la puerta hasta que no me pudiera ver… hasta que los dos no nos veíamos, hasta que mis pasos trastornaban en la curva del camino.  Yo seguía en silencio con un dolor en la garganta y escupía una y otra vez para sacar el demonio de la melancolía que me desgarraba, pero el remedio no servía ni si hubiera vomitado sangre porque ella se me había clavado definitivamente.

No sé si ella lo hacía, pero yo la extrañaba desde el mismo instante en que nos decíamos adiós, y mucho más, si ese día era uno de esos que mis brazos la rodeaban y ella clavaba su cabeza en mi pecho para ocultar las lágrimas.

 

El peor tormento, según pude entender y percatarme, era su propia familia.  Su madre tenía como un delirio contra nosotros pero era incapaz de decirme algo; todo lo afrontaba ella, pues la trataba de sinvergüenza y le decía que se largara de la casa, a pesar de que vivían allí por causa mía; a pesar de que era la hija quien trabajara para entrar el sustento, así fuese reducido y que los hermanos aprovechaban para alimentarse como parásitos. Y yo le decía con la rabia comprimida, que se fuera a vivir conmigo o que al menos, se fuera de esa casa para siempre.  Pero nunca quiso.

Ellos, los hermanos, trabajaban para el vicio y de vez en cuando la robaban cuando el desespero les curtía la paciencia.  La madre parecía estar en contra de ella y justificaba con silencio, las hazañas del abuso, aunque también era víctima de la arbitrariedad de sus propios hijos.

No era cuestión de miedo sino de voluntad.  La madre la arrastraba a la miseria, la obligaba de algún modo al hambre colectiva porque era soberbia como nadie que mis ojos alcanzaran a conocer; poseía el orgullo de quien lo tiene todo a pesar de su pobreza y amarraba las tripas antes que agradecer una ayuda.  Así fue como aprendí que la verdadera miseria del oprimido es regocijarse en su miseria.  No había visto nada, no entendía a ciencia cierta por qué mientras más se necesitaban ellos, más se asemejaban a los buitres que pelean por carroña para sobrevivir.

Al sumirme en mis reflexiones, comprendía en todo caso, que el entorno social del que procedían había construido las verdaderas culpas; había hecho cimientos sólidos en ellos como en otros; cimientos del más crudo egoísmo, de la más siniestra voluntad, cimientos de indiferencia que socavaran hasta la sinrazón.  Pero entonces, también tenía que culparlos.  Sentía la necesidad de hacerlos merecedores a la crítica por lo que causaban como verdugos en aquella niña y de lo que yo, ante tantas injusticias, empecé a abrirle los ojos.

 

Ellos me odiaban.  En sus miradas parecían poseer los demonios; eran como perros rabiosos pero nunca se atrevían decirme alguna cosa, sólo sentían poderse desahogar con ella.  Y ella aguantaba como quien aguanta el temporal desde el principio hasta el final; la madre le halaba los cabellos con la intención de arrancárselos, o la sacudía de los hombros con la fuerza de un terremoto pero ella seguía aguantando con la dignidad de quien hace bien las cosas.

Muchas fueron las lidias que pudo soportar, con su familia y con los de afuera; con la vida que le tocó vivir y que ella no eligió.  El silencio le fue encorvando la sonrisa y ya no era la misma: la mujer que no tenía edades sino tiempo; la niña de ojos constelados que brillaban con sus lágrimas para ocultar el triste opaco de su mundo interno.

Con el tiempo se fue desvaneciendo y moldeó en sus ojos la tristeza que ocultaba; despreció inclusive hasta su vida y arrasó de su cara la sonrisa.  Todo le era insulso, innecesario; sólo quería existir donde no existiera nada, donde pudiera olvidar el mundo abyecto que sus pasos caminaban; sólo quería que su memoria se borrara, que se abriera la tierra y se la tragara, que todo fuera una pesadilla y nada más.

 

Era toda ella un cúmulo de calamidades que la fueron haciendo débil.  Los días iban pasando y ella era infinita en sus torturas mientras yo a su lado era casi como una estatua incomprensible; fue como si le hubiese echado cerrojo a su boca para morir silenciosamente, y lo único que yo hacía era compartir sus penas como si eso fuera suficiente.  Por dentro maldecía mi existencia y quería arrancarle las palabras por si acaso algún alivio la calmara, pero era un imposible cumplir dicho cometido y la derrota era más pronta de lo que yo mismo me esperaba.  ¡Era inútil!  Palabra más cruel que esa nunca habrá para definir lo que sentía, lo que al verla yo sufría; era el precio que tenían que pagar mis sentimientos por haberme entrometido en su vida.

 

A consecuencia de sus circunstancias –como dije ya, calamitosas-, un siniestro silencio hizo puente entre ella y yo premeditando un porvenir de hielo fantasmagórico, del que hoy, ha hecho anchurosos caminos en las sienes de mi memoria para nunca dejar de recordar totalmente.  Quizá sea éste el precio a los hondos sentimientos que por aquella mujer, por aquella límpida niña hija del tiempo, tuve con la intensidad que jamás por otra mujer pude tener en mis brazos.  Uno debe asumir los riesgos y también debe asumir los resultados.

El tiempo en un rincón, desgreñaba las horas, los minutos, los segundos para hacer posibles los días, los meses y los años de los cuales uno se sirve en calidad de préstamo; de los que uno solamente es un títere rebelde que  se sabe esclavo y que verá su último instante como un torbellino efímero de acontecimientos ya inalcanzables, ya perdidos y atrapados entre las telarañas añejas del pasado.

El caso es que de un momento a otro, como una ráfaga de viento que llega de cualquier lado, ella empezó a sucumbir en la razón que nos unía y colocó un muro entre los dos; un muro que fue construyendo ladrillo a ladrillo y que de vez en cuando trataba de justificar con eso de que la familia es primero a pesar sin embargo, de que su familia la arrastraba hacia el abismo.

Ahora era yo el que sucumbía ante la impotencia que en otros tiempos me aplastaba, sin tratar de hacerme fuerte pero sin conformarme, estimaba los acontecimientos con un sufrimiento que me corroía los huesos y trataba de sacar mil conclusiones que extrañamente fueran dolorosas; yo era el grito de mi desesperación, era el vértigo de un sueño tormentoso como todo lo que son los sueños: pedazos de tristeza que duelen cuando uno despierta.  Todos los sueños son pesadillas que al volver al mundo de las realidades, dejan una sensación de vacío, un lúgubre amargo en la garganta sin importar si son “buenos o malos” pero en fin, los sueños parecieran ser reflejo del mundo de los muertos.

Recuerdo que tenía veintiún años más que ella y esto era como un delito para todo el mundo; cada vez que nos veían una sarta de murmullos desfilaba con una musicalidad de víboras hasta que al fin nos acostumbramos al siseo lamentoso de la envidia.  Esto era lo  menos, pues lo más, había de acostumbrarnos a la guerra que uno tiene con la propia familia y a quienes hay que enfrentar lo más directamente posible a fin de que no hagan estragos en vidas que quieren aprender a vivir.

Honestamente, no me importaba lo que dijeran los demás, ni lo que pensaran.  Yo estaba seguro que mi amor por ella era verdadero y lo que ellos pensaban, era contrario a lo que decían –sobretodo los hombres-; los más viejos: reliquias del incesto y la pederastia no eran más que esclavos del sexo reprimido que sólo veían a una mujer desde las piernas y que goteaban sus pantalones con el morbo libidinoso que ocultaban tras un rostro de aparentes caballeros.  Y los más jóvenes: que se creían dueños del mundo con un antifaz de machos bonitos cuya cabeza estaba llena de mierda y eran incapaces de satisfacer los placeres corporales de sus “hembras”.

 

Hoy sólo me resta la esencia del tiempo para tratar de contar esta historia; mi memoria es incapaz de contener con claridad el cien por ciento de los acontecimientos y quizá, sean muchos los aspectos que no haya tenido en cuenta, más por el hecho de no recordarlos que tal vez, por no ser importantes.  A pesar de todo, me he esforzado por traer a mi raquítica memoria los episodios que inspiraron la gravedad de mi tristeza con la que algún día moriré y llevaré aferrada hasta la tumba.

 

Yo pensaba que los sentimientos de ella por mí ya no eran los mismos, pero no era así, desde lo profundo de su existencia me amaba más que a nadie y mi único rival, si es que en el amor existe, era su tristeza.  Esa tristeza extraña que la sucumbía en las sombras del silencio y que brotaba de sus ojos en escasos caudales de lágrimas aunque adentro contenía un océano completo.  Somos egoístas y no pensamos sino en lo que otros tienen para nosotros, sin percatarnos de que los otros a veces dan lo que no tienen por consentir nuestros caprichos.  ¡Ay de mí! que en aquel tiempo no lo entendía y quería abastecerme de su amor sin tener en cuenta que era mi amor lo que debía darle.

Por lo inconmensurable de su tristeza, yo también sentía el daño que me arañaba por dentro; era incapaz de soportarlo y por aquel tiempo quería que la tierra se abriera y que me tragara, que me engullera de una sola vez para nunca más saber lo que era el dolor, lo que produce en la carne humana cuando viene desde adentro.

La desesperación cobró vida en mis ojos, en el territorio total de mi flaco cuerpo y emprendí por primera y única vez, el viaje hacia la muerte.  Mi intento de suicidio no dio frutos porque fui demasiado cobarde para hacerlo.  Sólo pensé en mí, en exterminar la tristeza que a duras penas soportaba y no tuve en cuenta que era su tristeza la que había olvidado; una tristeza más grande y de mayores razones que al compararla con la mía, me estremecía de vergüenza.

Reconozco mi cobardía. Aún hoy cuando han pasado tantos años, las heridas del pasado no se han cicatrizado y sea para mal o sea para bien, estas últimas palabras de mi existencia son dedicadas a la memoria de aquella niña, que nunca tuvo edades, sino tiempo…

Una noche, al culminar el trajín del día, cuando ya empezaban a encenderse las luces artificiales y el cielo encapotado de nubes grises presagiaba invierno; cuando la miseria del mundo abría sus fauces para tragarse todo; cuando la ansiedad y la corrupción desplegaban sus alas cubriendo la ciudad, fue entonces cuando supe la noticia.

Descendí lentamente por el camino que conducía a la casa de mi amada; como era costumbre en mí, nunca saludaba a nadie y por eso no tenía necesidad de mirarlos.  Pero sentía que los vecinos se apostaban al lado de sus casas y murmuraban algo al verme pasar.  Seguía incólume, firme como roca inmensa, incapaz de ser sobornado por los murmullos iba a mi destino, al cumplimento de mi deber, a la razón de todas mis razones: verla a ella.

 

 

 

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